El hombre indivisible

Carlos Pardo

Audio realizzato a Madrid, Spagna, il 10/07/2017 da Alessandro Mistrorigo

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El hombre indivisible

Tan delgado que no
lo reconocerías,

ha empezado a contar chistes de dios
y a lavarse los dientes solo.

Cuando camina
lo hace encorvado,
como si huyera
de su familia.

Y, durante algún tiempo, mientras
estuvo mudo,
con los ojos velados
y un moratón en la cabeza,
pensé que al despertar volvería a marcharse.

Hoy le afeitamos.
Le untamos crema porque se reseca
y su cuerpo desprende un olor
que no podría describir
y se queda pegado
y luego me acompaña a casa cuando
ceno con mi mujer,
el olor de mi padre.

A veces le ponemos una gorra.

Lo cuidan mis hermanos, mis
dos hermanos, aunque somos cinco.

Cuando llevaba un mes en cama comenzaron
un diario
de a bordo de la enfermedad,
pero yo no participé.

“Durante las tres horas de visita de hoy”,
escribió mi hermano
y me sentí culpable por no dar más de mí,
apenas una hora con mi monólogo.
Era como inventarme un padre con
la excusa de aquel viejo cuerpo
familiar,
como inventarme yo,
de paso,

porque al hablarte iba cobrando
conciencia de no ser
si no lo era para ti
y de no ser para ti nada.

No he debido madurar,
destetarme de padre.
Creo que competíamos.
Tú eras un tecnócrata
y yo poeta. Te caía mal.
Era el duelo de dos pedanterías
con un matiz reproductivo:

eras el viejo mono que protege a su hembra.
Tu testaferro, en este caso,
una mexicana joven.

Mi mujer es mayor que yo.

En una cena familiar dijiste
que yo tenía un trauma con las mujeres mayores
porque mi novia de entonces
me sacaba dos años
(tenía 21).

Desde luego
eras idiota.

Pero ahora no. Ahora te quiero.
Y no lo digo de broma, aunque
permite que me ahorre
la efusividad.

Te quise cuando me reconociste
en el hospital: ¡mi hijo!
-¿Cómo me llamo?
-¡Gerardito!
Y te subí a la cama
y me mirabas con amor
y con jactancia al de la voz aguda
de la cama de al lado, otro enfermo.
-Menudo es mi hijo.

Casi me echo a llorar, pero pensé
en el timbre aflautado
de los enfermos, que no comen sólidos,
y luego te tapaste con la sábana
hasta los ojos y te dije:
-Río Duero, Río Duero.
Nadie a acompañarte…
-¡baja!
-Nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de…
-¡agua!

También le improvisaste un final a Machado
(…y al volver la vista atrás
me tiro un pedo divino)

y con algo de rabia o impotencia
en tu clase de matemáticas
con una baraja española,
exclamaste,
como si al fin supieras:
-¡Heraclio Fournier!

La testaferro viene a verte pero
te cuidan tus dos hijos.

Tu exmujer también viene
y trae dulces y creo que te gusta
ella más que los dulces.

Mi madre no ha venido.

¿Qué más puedo contarte?
Había evitado la segunda persona
precisamente por esto.

He estado en Berlín.

Ay, papá, qué nostalgia de Berlín,
qué feliz fui con los poetas del congreso.
¡Matamos al referente!

Mi hermano
se ha aprovechado de tu enfermedad
y ha puesto una mampara
en tu ducha de inválido
con el escudo del Atleti.
¿Eres consciente de quienes te cuidan?

Desde tu casa se ve un campo de amapolas.
Por la tarde, cuando el sol está bajo, las
amapolas
son menos interrogativas.
Parece el fin del mundo o el principio del verano.

¡Qué nostalgia de otra vida,
y luego echar de menos ésta,
en Berlín con un disco de Hildegard Knef!

Tu nevera está llena de comida
macrobiótica caducada
y de cervezas de mi hermano.

Euro y medio una pinta
en el bar donde Rosa Luxemburgo
daba sus mítines,
en la terraza. Me doy cuenta
de que he heredado tu pasión
por lo superfluo.

¿Escuchas? Los vecinos
vuelven a sus garajes
con un complejo mitológico
domesticado
y me avergüenzo de tu piso de estudiante.

¿Es el pago por una deuda kármica?
¿Has sabido vivir?
¿Qué ha sido del dinero?
¿Te importa que te juzgue
o te importaba antes?

Aunque no te quisiera,
podría seguir así eternamente.
Me sobrecoge la naturalidad de nuestra relación.
No te hablo del pañal. Es otra cosa. Una
especie de perseverancia
en esta convivencia
que no vas a agradecerme.

“Los allanadores” (Pre-textos 2015)